Por Andrés
Pascual
La Pequeña Serie Mundial es el encuentro de postemporada que decide el campeón, clasificación Triple-A, entre el ganador de la Liga Internacional y el vencedor de la Asociación Americana.
Según escribió Stew Thornley en el libro “La gloria y la fama de los Molineros de Minneapolis”, pocas en su historia fueron tan excitantes y peligrosas como la que jugaron, en 1959, los Cubans Sugar Kings, de La Habana, y el club objeto del libro.
Y es que no solo fue una de las más disputadas juego por juego, en la que el séptimo se decidió en el noveno inning, con otros dos en entradas extras; sino que, según Thornley, testigo presencial del evento como reportero, “Fue la única en que las ametralladoras y fusiles superaban la cantidad de bates de ambos equipos juntos…”
Los Molineros, un equipo sucursal de los Medias Rojas de Boston, dirigido ese año por Gene Mauch era, en 1959, defensor del banderín ganado el anterior por barrida en 4 juegos contra los Reales de Montreal. El de 1959 sería el Clásico # 42 de su tipo.
Minneapolis hacía su tercera aparición en cinco años en la Pequeña Serie Mundial, a la que asistió reforzado con dos jugadores que, en 1960, estarían en el club matriz de la Liga Americana: el jardinero Lou Clinton y el entonces segunda base de 19 años, inmortal del juego, Carl Yastrzemski, que unió al equipo durante los playoff de la Asociación.
Del otro lado, los Cubans habían concluido 1958 en el sótano de la Internacional; pero, en 1959, terminaron en el tercer lugar del estado de los equipos del calendario regular; entonces se impusieron al Columbus y al Richmond en los playoff, ganando el boleto al evento.
A los Cubans los dirigió Preston Gómez y su plantilla fue una mezcla de peloteros latinos con mayoría cubana y de refuerzos americanos aportados por el club matriz, los Rojos de Cincinnatti. Varios de los jugadores de los Azucareros ganarían respeto y fama en Grandes Ligas como Leonardo Cárdenas, Miguel Cuéllar, Cuqui Rojas, Haitiano González o, por sus soberbios relevos para los Yanquis en Serie Mundial, el lanzador zurdo boricua Luis “Tite”Arroyo.
Fue el año, 1959, en que Cuba perdió la categoría de “paraíso”, convirtiéndose en una pesadilla que alcanzaría niveles de infierno en muy poco tiempo; en el cual, bajo condiciones únicas de peligro, no vistas ni antes ni después en esos eventos, se celebró la más grande e importante serie jugada por un equipo cubano e hispanoamericano jamás hecha posible, hasta hoy, en el Beisbol Organizado.
El peligro por el evento terrorista con justificación política, o por desborde de la enfermiza pasión por la consolidación de la confusión de todo el pueblo, repercutió en la pelota: poco después de la medianoche del 26 de Julio, mientras jugaban los Cubans contra los Alas Rojas de Rochester el 11no. inning, en el Cerro, un partido del calendario regular, las demostraciones de celebración por la fecha del Ataque al Cuartel Moncada, 6 años antes, incluyeron tableteo de ametralladores y disparos continuados con fusiles, pistolas y revólveres, que convirtieron a La Habana en una plaza en guerra extraña. Varios plomos encontraron su camino de descenso dentro del terreno de juego, hiriendo levemente al coach de tercera del Rochester, Frank Verdi y al torpedero cubano Leonardo Cárdenas. Este incidente estuvo a escasos milímetros de adelantar el traslado de ciudad de los Cañeros, por el peligro que representaba tan irresponsable acción, el que se produjo en julio del año siguiente bajo señalamientos de “peligro extremo”, sobre todo para los jugadores de los clubes visitantes, que se quejaron por la anomalía.
Roberto “Bobby” Maduro, propietario de los Cubans, para no perder la oportunidad de celebrar la Pequeña Serie Mundial en el estadio de la barriada del Cerro, elevó al Presidente del circuito, Mr. Frank Schaugnessey, un comunicado que decía: “No hay violencia en La Habana ya. Los fanáticos, por ahora, solo tienen presente el beisbol en sus intereses.” Fidel, personalmente, garantizó la observación que, indudablemente, fue una súplica. Las Ligas Menores, a través de Mr. George Trautman y el propio Circuito Internacional, así como del Secretario de Estado, Cristian Herter, lo aceptaron…la Pequeña Serie Mundial tenía bandera de vía segura por el carril antillano.
La serie se inició en Bloomington, en el estadio Metropolitano. Allá iban a ser jugados los primeros dos juegos del evento; pero un repentino tiempo invernal, con grandes nevadas, decidió el destino del resto de los juegos en el estado…
El domingo 27 de septiembre, solo 2,486 fanáticos asistieron a ver caer su equipo 2-5 contra los Cubans en el inaugural. A 1,500 millas de casa, con un frío desconocido para ellos, alrededor de 1,000 fanáticos cubanos estaba en las gradas de aquel estadio, con la algarabía natural del Cerro, con el Hombre de la Sirena y con el incansable repicar de tambores y trompetas de la conga de Papa Boza apoyando a los suyos, de tal forma, que los Molineros aparentaban ser huérfanos de fanaticada en su casa. Según escribió Thornley, “parecía que la tierra se tragaría al estadio, cuando los visitantes lograron un racimo de cuatro carreras en el tercero, por el atronador ruido de maracas y sirenas generalizado, matizado con el ondear de banderas cubanas por varias secciones de la instalación”.
El tiempo empeoró y la asistencia mermó para el juego # 2, con solo 1,062 pagando la entrada; pero esto no detuvo a la artillería de largo alcance de los Molineros, que revertieron desventajas de 0-2 y 2-5 para, finalmente, imponerse 6-5: Roy Smalley, cuñado del manager Gene Mauch, metió un jonrón para empatar a dos en el segundo y Lou Clinton y Red Robbins reempataron a cinco, también con cuadrangulares, cerrando el octavo. La victoria de los de casa se produjo por medio de otro jonrón, de Ed Sadowski, en el noveno.
Los jugadores de los Cubans parecían más afectados por la fría temperatura que por los racimos de anotaciones de los Molineros, el consumo de grandes cantidades de café hirviendo y el uso de toallas y colchas para envolverse, daban una imagen ártica al dugout visitante. La revista Bohemia publicó una curiosa foto de AFP en la que se veían Al catcher Enrique Izquierdo, al pitcher Raúl Sánchez y al infielder Octavio “Cuqui” Rojas, alrededor de un latón de basura, que encendieron dentro del dugout, para calentarse en medio del tremendo frío.
El 29 de septiembre se suspendió el juego por nevada y la Comisión de Ligas Menores decidió el traslado a La Habana de los partidos restantes. Para muchos que participaron en el acontecimiento, desde jugadores a narradores, la solución de emergencia benefició al club cubano, al extremo de que consideran que el campeonato se ganó por el traslado total de los juegos restantes al Estadio del Cerro.
Si a la Serie entre Yanquis y Mets hoy, como a la de los Bombarderos y el Brooklin ayer, se les llama “La del Metro”, la que se jugó como colofón a la campaña de Triple A de 1959 se debió bautizar como la del Estrecho de la Florida. Empezaba entonces el enfrentamiento, ante su público, del verdadero momento de grandeza de la pelota cubana, hasta el día de hoy, con los Cubans contra Minneapolis.
En medio de una majestuosa parada de bienvenida desde el aeropuerto a la ciudad, luego del arribo a La Habana de ambos equipos y en una gala al efecto, Bobby Maduro dijo: “Esto es un evento nacional”. Fidel Castro estaba presente y no habló; pero asistiría a cada desafío efectuado y toda la cúpula gubernamental fue obligada a presenciar en vivo, por lo menos, un juego como política personal dictada por el sátrapa.
Castro entró al terreno por el centerfield para el primer y último juego celebrados en Cuba y se sentó en diferenes secciones de palcos, en uno de los partidos, le retrataron en el dugout de los Cubans, entre Borrego Alvarez y Ray Shearer.
En la pequeña ceremonia en el plato que precedió el primer juego, el dictador se dirigió a los mas de 25,000 asistentes: “Vine aquí para ver a nuestro equipo derrotar al Minneapolis, no como Premier, sino como fanático. quiero que nuestra novena gane la Pequeña Serie Mundial… ¿Qué mejor después del triunfo de la Revolución?” Acto seguido, le dio la mano a cada jugador de los dos equipos.
Según Stew Thornley, los Molineros estaban nerviosos con aquellos barbudos, que los saludaban con señas de manos y cabezas hasta 7 veces cada uno, por lo que salían muy poco de sus cuartos en el Havana Hilton. Algunos consideraron ese detalle como trabajo colateral de apoyo a la victoria.
Aunque Gene Mauch siempre dijo que nunca se sintieron amenazados, más de 1,000 soldados estaban allí, durante los juegos, alineados como segunda barrera de protección a las reglas de terreno por el público dentro del diamante, o en los dugouts…
Ted Bowsfield, pitcher del Minneapolis, describió así su preocupación: “Eran jóvenes, muchos de 14, 15 y 16 años, jugando con sus armas al lado de uno. A cada rato escuchábamos disparos fuera del estadio y nunca supimos la razón…”
Tom Umphlett, jardinero central visitante, al entrar al dugout después de hacer una cogida a lo profundo de su posición, le comentó a Mauch: “Uno de esos barbudos me prometió que me iba a matar e hizo la señal de media circunferencia, con el dedo a través del cuello, que en Cuba no se hace como para cortar la cabeza; sino como símbolo de victoria en un juego. Evidentemente, el Minneapolis jugó aterrorizado aquella serie.
El tercer juego lo abrió el club de la Asociación con ventaja de 2-0; pero los Cubans empataron en el octavo a dos y ganaron con otra en el décimo. Yastrzemski, que la sacó a 400 pies por entre el right-center, escribió en su autobiografía: “Era una revolución en las calles y las armas, disparadas constantemente en tus narices, hacían violento el espectáculo”
Los Sugar Kings empataron a tres el cuarto juego en el cierre del noveno, con sencillo de Daniel Morejón, que también empujó la anotación ganadora con otro hit en el onceno.
A uno de la eliminación en 4 juegos, el Minneapolis se sobrepuso y ganaron los proximos dos, empatando a tres la serie.
Para el séptimo, Castro alteró su entrada desde el centro del terreno y, en vez de pasar frente a la cueva de los cubanos, lo hizo por la de los visitantes. De acuerdo a Lefty Locklin, del Minneapolis, cuando pasó frente al bullpen, despacio y mirándolo fijamente, le dijo en inglés, mientras se tocaba la pistola que llevaba: “Hoy ganamos nosotros”.
Sin embargo, los Molineros dieron la impresión de que no creían en supuestos fantasmas y Joe Macko abrió el cuarto episodio con jonrón al izquierdo, mientras Lou Clinton hacía lo mismo en la sexta para poner delante a su equipo 2-0.
La ventaja forastera se mantuvo hasta el 8vo. cuando Pelayito Chacón abrió con sencillo y, después de un out, Morejón bateó una línea que picó y se internó en el público, bajo reglas de terreno, para un doble. Ray Shearer se ponchó sin tirarle para el segundo out; pero el emergente Larry Novak conectó hit al center que empató el desafío.
En el cierre del noveno con el score empatado, los Cubans colocaron corredores en segunda y primera con dos outs. La mala suerte de los Molineros, además de la nieve que les canceló servir de anfitriones en 2 juegos, reapareció en el plato en la figura del Jugador Más Valioso del evento, el recientemente fallecido jardinero Daniel Morejón el que, al primer lanzamiento, conectó hit de línea al centro, que le permitió al corredor Raúl Sánchez llegar de cabeza, antes que el tiro de Umphlett, con la carrera que decidió el memorable juego.
Los Molineros de Minneapolis regresaron a su casa tristes por la derrota, pero aliviados por la tensión de la actividad irresponsable, enmascarada en juerga y diversión a que, aún, acostumbra la tiranía.
Ted Boewsfield declaró después: “No tuvo peso perder el juego en ese país y bajo aquellas condiciones, estábamos felices de regresar sanos y salvos…”
Mientras, La Habana iniciaba tres días de fiestas por la tremendísima victoria de los Cubans que, al año siguiente y por esa fecha, Castro se había encargado de opacar para siempre obligando a las autoridades americanas a trasladar el club a Nueva Jersey.