Por Andrés Pascual
El boxeo es una de dos actividades humanas, para colmo, de entretenimiento, en la que el instinto criminal es perfectamente legal si se consuma la muerte o una lesión grave del contrario. En este deporte, la culpa se desvía hacia el concepto “defensa propia”.
La otra es el beisbol en la relación pitcher-bateador: un serpentinero le dispara una píldora dura a la cabeza a 160 kms/h a quien ocupa el plato bate en ristre. El 98 % de las veces, con el objetivo de golpearlo como represalia contra un batazo recibido del propio bateador o de un compañero; otras, porque el monticulista contrario golpeó a uno de sus teammates. Le dé o no, la cosa puede quedar en una cámara húngara con vaciado de los bancos; un par de golpes entre ambos rosters y una suspensión de tres ó cuatro partidos, más una multica por el incidente; otras, en un par de advertencias a los directores de los equipos involucrados por el umpire de turno.
El beanball o lanzamiento intecional al cuerpo o a la cabeza, casi siempre, es ordenado desde el banco. En épocas pasadas, la base por bolas, justificada como obligatoria por el dichoso librito, se alcanzaba con un solo lanzamiento; porque se golpeaba al bateador en turno.
La desfachatada e injustificada guerra de Roger Clemes contra el ex catcher de los Mets, Mike Piazza, llegó tan lejos que, además de varios “bean balls”, le devolvió ridículamente la mitad de un bate que cayó a sus pies, después de que el italoamericano le hiciera swing a un lanzamiento demasiado adentro.
Warren Spahn perdió un año en su ascenso a los Abejas de Boston; porque, en el entrenamiento de 1941, Casey Stengel, entonces manager del club, le ordenó que golpeara a un bateador, a lo que el zurdo se negó, alegando que el necesitaba solamente doce pulgadas de zona de strike, por lo que no veía la razón.
Pero Gibson, Lonborg o Drysdale tiraban a dar, duro y hacia zonas peligrosas; la diferencia con los de hoy es que aquellos pitchers sí dominaban sin utilizar el lanzamiento maldito; de hecho, el astro de los Cardenales y la estrella de los Dodgers son miembros de Cooperstown y Lonborg un lanzador mejor que el 70 % de los serpentineros de la actualidad.
Hace un tiempo, Salomón Torres hizo estallar el casco de su paisano Sammy Sosa con un disparo de 98 m/h; cuando se ve la foto del impacto, solo queda erizarse por la forma como saltó en pedazos.
Ya se sabe que es un código de honor que supera al de los miembros de la Cosa Nostra; pero no deja de ser peligroso y desagradable. Por lo frecuente de hoy, en relación con el aumento de la ineficacia para resolver situaciones difíciles, o como represalia cobarde, el pelotazo al bateador con intención criminal evidente más que estratégia, debería ser penalizado de otra forma, más severa; o, cualquier día, se corre el riesgo de que se tenga que lamentar una fatalidad que enlutezca al pasatiempo y, a como de lugar, eso no debe suceder.
Este pelotazo salvaje pudo ser fatal para Sosa |